hay tiempo que perder antes del Subh (oración del alba) debemos partir, después será
imposible abandonar la ciudad, y menos transportando el mayor tesoro de mi señor,
su amadísima hija Kastbila, el destino que correremos es incierto, el lugar que Allah
(Alá) nos tiene guardado, también. Formamos un grupo de unas 50 personas, 30
guerreros fieles únicamente a mi señor, y unos 20 criados y esclavos.
-Danitza, me grita mi señor. - Yo me adelantaré con los hombres y tú quedas a las
órdenes de Al Abbas, protegeréis con vuestra vida a Kastbila. Saldremos por la puerta
norte de la ciudad, los soldados no os pararán. Nos encontraremos al otro lado del
Al-wadi al-Kabir.
Cuando abandonamos nuestro hogar, por un momento Kastbila y yo, nos
detenemos en el jardín arropado por la noche, escuchando el canto de los grillos
compitiendo con el sonido del surtidor, y aspirando quizás por última vez, el intenso
aroma de los jazmines, podemos aspirar los aromas de los distintos productos que
abarrotan los funduqs (alhóndigas, almacenes), evocaciones que se van desvelando
ante nuestros sentidos. Evocaciones que no lo son solamente de un pasado, sino que
nos llevan a reconocer dentro de nosotras mismas los ecos de una herencia familiar,
que hasta ahora tal vez no percibíamos, pero añoraríamos largo tiempo.
El silencio fue roto, como el trueno rompe en la tormenta. –En marcha-. Anuncio
Al Abbas.
Al Abbas, guerrero fiel, el hijo que mi señor no llegó a tener, es un joven fornido,
moreno de ojos azabache, nunca hemos cruzado palabra alguna, cosa normal yo soy
simplemente una criada, dedicada día y noche a mi joven señora, no recuerdo hacer
otra cosa desde niña, cuando nos juntaron a ambas como compañeras de juegos,
Kastbila, tendría un par de años menos que yo, pues nunca supe exactamente cuál era
mi edad, Al Abbas daba órdenes enérgicas a todo el mundo, se notaba que desde niño
su instrucción fue militar, allí todos obedecíamos al unísono, con la rapidez y celeridad
que te da, el que tú vida vaya en ello.
Partimos todos en silencio, únicamente se escuchan los cascos de los caballos, el
silencio y el dolor de los que no conocemos nada fuera de las murallas de nuestra
ciudad, no tiene cabida en nuestros partidos corazones, mi señora, no deja de llorar
en ningún momento, dejamos atrás sus amados jardines, sus amigos, sus familiares, las
comodidades de un hogar, para echarnos a los caminos como errantes peregrinos. Con
paso diligente atravesamos el zoco, por el que tantas veces deambulé con mi señora,
mirando sus tiendecillas, y captando sus múltiples olores, su bullicio de gentes y el sol